Mártir japonés, de la Tercera Orden († 1597). Canonizado por Pío IX el 8 de junio de 1862.
Miguel Kosaki, originario de Isco, Japón, era fervoroso cristiano y terciario franciscano, activo catequista al servicio de los misioneros franciscanos de Meaco. Su hijo Tomás, de quince años, vivía con los franciscanos, al servicio del altar. También él era catequista.
Cuando estalló la persecución religiosa, Miguel con su hijo Tomás, los franciscanos y otros terciarios fueron arrestados y condenados a la crucifixión. Mientras subían a la santa Colina, los cristianos se postraban ante los confesores de la fe para pedirles que no los olvidaran cuando llegaran ante Dios. Otros llevaban pañuelos para humedecerlos en su sangre; otros se declaraban cristianos e insistían en que los llevaran con los condenados a muerte, aunque inútilmente. San Pedro Bautista, al ver la Santa Colina, dirigiéndose a sus compañeros, exclamó: “Hijitos, alabemos a Dios, Señor del cielo y de la tierra. He aquí que por fin hemos llegado a la meta. Con gozo podemos repetir con el apóstol de los gentiles: Hemos combatido el buen combate, hemos llegado al término de la carrera, ahora nos espera la corona de justicia que pronto será colocada sobre nuestras frentes por el Justo Juez divino, por amor del cual vamos hacia la muerte. Valor, hijitos, todavía un poco de sufrimiento y luego todos seremos felices en la compañía de los elegidos!”. Los compañeros respondieron: “Amén!”, y cantaron himnos de acción de gracias al Señor.
Fazamburo, sorprendido por esta alegría, se dirigió a San Pedro Bautista: “¿Por qué están ustedes tan contentos estando condenados a la muerte en cruz?”. Y él le respondió: “Para comprender esto se necesitaría que también tú fueras cristiano. Cristo dijo: Bienaventurados los que son perseguidos por causa de la justicia, porque de ellos es el reino de los cielos. Los paganos no podrán nunca comprender los tesoros de la religión de Cristo!”. Mientras tanto los mártires subían a su calvario, mansos como corderos llevados al matadero, con el rostro sereno, con el ánimo absorto en Dios.
Cuando el gobernador quiso tentarlos a abandonar la fe, Tomás Kosaki le respondió: “No me apartaré nunca de mi papá. Él me dio esta vida de lágrimas y es justo que yo vaya con él para alcanzar la vida feliz y eterna”. Y aferrándose a Miguel, su padre, siguió impertérrito su camino.
Miguel con sus compañeros y su hijo Tomás, al llegar a la Santa Colina, se colocó junto a su cruz, fue atado de pies, manos y costado con lazos a la cruz y el cuello con un aro de hierro. Luego fue levantado y clavada en tierra la cruz, y así permaneció en espera de que se cumpliera el mismo ritual con todos. Entonces mientras las víctimas entonaban el “Te Deum”, el obispo, desde la casa de los Jesuitas, los bendijo uno por uno. Los soldados con dos lanzazos en los costados, les traspasaron el corazón y les abrieron la gloria del cielo.
Comentarios
Publicar un comentario